Hubo otro tiempo, alguna vez. Uno en donde los amaneceres eran más lentos, los mediodías más tiernos, las siestas más largas, las noches más calmas. Un tiempo en donde las agujas del reloj parecían no moverme. Los niños se quedaban hipnotizados intentando detectar sus imperceptibles avances. El tiempo corría con parsimonia.
Los relojeros saben cuál era el secreto para que eso así sucediera, pero no lo dicen. Los pocos que quedan, los que aún saben de engranajes y cuadrantes, han hecho un pacto de silencio. Es un pacto mágico. Si el secreto no se rompe volverán aquellos tiempos amables, algún día.
Quique es uno de los que guarda ese secreto. Es el último relojero de Medrano, el último de Rivadavia, de Junín, uno de los pocos que quedan en San Martín. Es el único que sabe atender los relojes de los pobladores de La Reducción, de El Martillo, del Dique, de la calle la Legua, de Árboles, de Barriales, de Rodríguez Peña… “Antes todos los relojes caían acá. Aún hoy, todavía, los vecinos de la zona me los siguen trayendo”, dije Quique, el relojero. “Antes el reloj era muy importante por acá, especialmente para el trabajo rural. Pero ahora los relojes y el trabajo van desapareciendo. Antes había mucho más trabajo más que ahora, en las chacras, en las quintas, ni hablar en los viñedos… El reloj era un aliado, como despertador y para llevarlo a trabajar. Para saber la hora en que tocaba el turno y también contar el jornal…”.
Ahora los celulares están dándole el golpe de gracia a los relojes. Entonces Quique es, en definitiva, el último relojero de los últimos relojes.
Portaretrato familiar
Además del secreto del tiempo, Quique guarda otros. Por ejemplo: la mayoría de los dueños de los relojes no saben que Quique no se llama Enrique. Que no es un diminutivo. Que apenas lo comenzaron a llamar así por el capricho de su tía Corina, que consideró que Quique era un buen apodo para su sobrino Carlos Rivera cuando el mocoso tenía 8 años.
Quique Rivera tiene ahora 71 años. Nació en Luján solo por cumplir con su madre Lidia, que era de allá, pero al mes ya estaba mamando en su Medrano, pueblo compartido por Rivadavia y Junín, lugar del que jamás se fue.
Heredó el nombre y apellido de su padre, hombre de trabajo rural y tuvo una única hermana, Blanca, tres años mayor que él.
Quique nació el 10 de mayo del 49 y, 8 meses después, ocurrió el primer suceso que lo dejó marcado de por vida. “Creo que tiene que haber sido a principios del 50. Yo ya había intentado comenzar a pararme y mi mamá notó que tenía algún problema en una de las piernas y me llevó al doctor, a verlo al médico Juan Bertarini que era una eminencia. Tenía poliomielitis”. Fue de los primeros casos en Mendoza, porque lo grave vendría entre el 55 y el 56.
A pesar de que la secuela iba a ser permanente, Quique recuerda con afecto a quienes lo atendieron en ALPI “en donde estaban Humberto y Pedro Notti y que hicieron muchísimo por nosotros”, en donde le dieron aparatos ortopédicos que, en el caso del niño Carlos Rivera, le permitió hacer su escuela primaria normalmente y continuar con su vida.
Quique recuerda que el Medrano hubo otros casos. “Irónicamente Estela, la hija del doctor Bertarini, tuvo polio, y también otros dos chicos”.
Pero dice que “tuve mucha contención familia y de los compañeros de escuela, en donde nunca me sentí desplazado ni marginado. Y me fui adaptando”.
Y así transcurrió su infancia. Caminando quizás como un presagio, marcando los minutos con una pierna y las horas con la otra.
Otros tiempos
Quique terminó la primaria y no pudo seguir estudiando. La frecuencia de los micros era escasa y le impedían llegar a una secundaria. Pero, cuando rondaba los 15 años o tal vez los 16, llegó alguien al pueblo que cambiaría su vida.
Cecilio Fernández Ruiz vino de Buenos Aires. “Creo que era de San Martín”, trata de recordar Quique. Cecilio primero se radicó en Palmira. Allí trabajó un tiempo en la relojería de Pedro Carrión. “Después recaló acá, en Medrano. Alquiló una casa, que después fue de él”, dice el que sería su aprendiz.
“Yo no había podido seguir estudiando y él me ofreció aprender el oficio y acepté. Conmigo también estaba Eduardo Ángel Montenegro, que por muchos años después fue el relojero de Junín y que murió hace unos tres años”.
Fernández Ruiz había abierto en Medrano un negocio que contenía librería (la más importante de la zona), juguetería, regalería y, por supuesto, relojería.
“Un tiempo después Eduardo Montenegro se fue a Buenos Aires (después regresó y puso su relojería en Junín) y quedé yo”.
Dice que “empecé con despertadores, que es como empezaba todo aprendiz. Desarmarlos, limpiarlos, ajustarlos… Después seguí con los relojes a cuerda, los mecánicos”.
Quique trabajó con Cecilio Fernández Ruiz del 65 al 74. “Después me independicé. Soy agradecido a él. Era una persona muy culta, que no solo me enseñó el oficio, sino también el respeto, el buen trato con la gente. Además era excelente como maestro” y recuerda que “falleció a los 68 años, acá, en Medrano”.
La vieja pasión por la música
Toda la vida de Carlos Rivera quedaría sujeta a los engranajes de los relojes pero, entre tanto, sucedieron muchas otras cosas. La vida, en cada tic tac. Y entre ellas, su verdadera pasión: la música. Gracias a ella conoció a Mirta, su compañera, con la que lleva casado 44 años y con la que tuvieron tres hijos, Silvio, Érica y Natalia, cuatro nietos “y uno más, que está en camino”.
“Siempre me gustó la música. Si hubiera podido estudiar música, hubiera sido profesor seguramente… A veces pienso que me hubiera gustado tener la tecnología que hay ahora, donde se puede ver y escuchar tanto a través de Internet. ¡Soy un loco por la música, todavía ahora!”.
Cuando era chico integró el grupo de niños cantores, de Medrano. “Estaba Hugo González y el diácono Marcelo Quiroga, que es muy conocido y amenizaba fiestas, poniendo música en cumpleaños y casamientos. Yo tenía 12 años. Nos acompañaban en guitarra los hermanos Salazar e íbamos cantar a las escuelas, a las fiestas…”.
,Quique ya deseaba una guitarra “pero mis padres no me la podían comprar. Tenían otras urgencias y no alcanzaba la plata para eso”. Pero “cuando empecé a trabajar en la relojería, al tiempo pude juntar algo y me la compré, cuando tenía 17 o 18 años”.
Al poco tiempo comenzó a integrar y formar distintos grupos. Durante muchos años ir a cantar y tocar en fiestas y festivales sería una de las partes más importantes de su vida.
Cuenta que empezó con la música melódica y el folclore “Julio Jaramillo y Rosamel Araya eran la sensación en ese momento”, pero que los ritmos fueron variando con los años.
Recuerda a cada uno de los que tocó con él, a cada uno que le enseñó, recuerda cada escenario y cada canción. Y también recuerda a los famosos a los que acompañó. “En el Club San Carlos, de Chapanay, tocamos con Estela Raval y los Cinco Latinos. También con el Trío San Javier cuando aún estaba el Paz Martínez. Con Guillermito Fernández, con Valeria Linch, con Los Iracundos”. También recuerda haber tocado con Sergio Denis, en el Club La Amistad, con Tormenta, Juan Ramón, Los Moros, Los Alfiles, Sebastián… Cuenta que, finalmente, el 28 de diciembre del 92, subió a tocar al escenario de Casa de Italia “y fue mi última vez. Ya estaba cansado”.
Cada mínima parte de la vida de Quique tiene una historia, una anécdota. Cada fracción en blanco, entre las rayitas que marcan los minutos del cuadrante, tiene algo guardado.
El reloj de Quique Rivera sigue funcionando. Y él, de apoco, va dando pistas sobre los secretos del tiempo.
Por Enrique Pfaab